miércoles, 30 de enero de 2013

HIRST





     Nacido del estómago del tiburón Boreal porta el cáliz que contiene la sangre de este animal. Casado con la muerte, es soberano de bastos terrenos cubiertos por el inconfundible olor a poder y a decadencia.  Símbolo de su tiempo.  Reniega de todo lo que representa.  Supuesto creador, ridiculiza su oficio y no respeta la vida. 

     Siempre acompañado del reflejo del poder en sus ojos.  Brinda a sus sentidos todos los caprichos de la condición animal que le precede, ofreciendo a sus acólitos visiones inmortales que ayudan a acrecentar la fe ciega que a este dios se le brinda.

    Cinco esposas cautivas, de los más recónditos lugares de la tierra, dan a este dios dignos bastardos de su causa: extraordinarios guerreros para una lucha sin cuartel, sin escrúpulos, sin piedad.  Muertos vivientes que recorren el mundo sin otro abrigo que el nombre de su padre en la frente, quien se alimenta de la vitalidad de sus descendientes.  Corruptos desde su nacimiento cuentan historias en oídos poco precavidos.  Encandilan a clientes y a mercaderes para que acepten sus servicios a cambio de toneladas de rubís, esmeraldas y diamantes.  El oro le ha dado la inmortalidad.

    Este dios es representado por el tiburón, el cáliz, la calavera y el diamante.



La muerte del dios Boreal

    El dios Boreal era un gran tiburón justo y bondadoso.  Su reino se extendía por todos los océanos del mundo.  Bastos eran sus dominios.  Al ser un dios benevolente nunca tuvo problema en gobernar y extender su sabiduría por los más recónditos lugares  del inmenso océano. 

    Un día, este dios, encontró en lo más profundo de una caverna a una pálida mujer, de facciones hermosas pero inquietantes, quien portaba un gran diamante sobre su pecho.  Esta le confesó al tiburón que ese diamante conferiría grandes poderes a su portador.  El tiburón, cegado por el brillo del poder, devoró a la muchacha y con ella el diamante que portaba, ansioso por aumentar el poder sobre sus dominios.  De esta manera el tiburón nadó lo más rápido que pudo sembrando el caos y la destrucción en sus antes preciados territorios, impaciente por dar a conocer su nueva condición soberana a todos sus siervos.  Así pasaron los años y el tiburón dejó de comportarse de esta forma.  Recapacitó sobre todas las atrocidades que había cometido a lo largo de su vida, sobre lo bonito que hubiese sido haber continuado por el camino de la rectitud en su ahora destrozado reino. 

    Una noche, mientras Boreal dormía, un extraño pero familiar sentimiento de poder se volvió a apoderar de súbito del tiburón.  A continuación el miedo se reflejó en la cara del Dios, pues le ardían las entrañas con un dolor indescifrable.  De esta manera su cuerpo se partió por la mitad, de la cabeza a la cola, como si fuese obra de la más afilada espada, en un estallido cegador de luz.  De las entrañas de este animal apareció el Dios Hirst, portando en su mirada el brillo del diamante que llevaba en su interior.  Desde entonces la muerte, en forma de mujer pálida, va siempre de su mano, guiando sus pensamientos y sus pasos.  Hirst sigue a esta inquietante mujer pues sabe que solo así conseguirá el poder que brilla en su interior. 

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